Solía degustar las palabras con dedicación de gourmet, dándole a cada una su tiempo, su espacio, permitiendo que el eco de cada sonido se diluyera en el ámbito de su paladar. Las dividía en fonemas, lexemas y morfemas intentando hallar su esencia, su espíritu, hasta que sólo le quedaban letras mezcladas como naipes en una baraja: Siempre las mismas, en distinto orden… contando diferentes historias.
Adoraba el golpecito que la t propinaba en sus dientes, la caricia leve de la l en el cielo de su boca y la vibración juguetona de la r en la punta de su lengua. Pero entre todas su favorita fue siempre la b, que prepara la boca como para un beso.
De las vocales simpatizaba con la o por asombradiza y con la e por vacilante. De la a solía decir:
-Todos morimos con una a en los labios, cuando el espíritu se nos esfuma en la boca.
Con el tiempo empezó a devorar las palabras con hambre de naufrago, con una avidez digna de espanto, hasta que un día se le enredaron una a y una o en un espacio equidistante entre el gaznate y las entendederas. Prorrumpió entonces en una tos salpicada de tildes y comas y, sorprendido, de pronto… escupió una @.