Aroa habitaba el presente. No entendió nunca de mañanas ni de ayeres. Vivía su vida sin más, consumiendo los instantes como quien saca agua del mar. Pequeña como un santiamén y bella como un orgasmo, sentía una cercanía innata y un cariño natural por todos los seres con los que compartía el planeta: personas, animales, plantas, pero también por las rocas, el fuego, la lluvia, el viento, la pradera o la montaña.
Aroa no lloró nunca. Nació con los ojos abiertos,
celebrando con balbuceos la alegría de una nueva vida. Aquel día no murió nadie,
ni cerca ni en ningún sitio. Ni siquiera fue miércoles, lunes o domingo, no
llovió, no hizo frío ni calor. Nada. Aquel día sólo ocurrió su llegada al
mundo.
La comadrona que asistió el parto estuvo un rato
dándole vueltas al bebé buscándole las alas, convencida como estaba de que
aquella criatura tenía que ser un ángel, por su belleza, su felicidad y la
calidad de su piel, que tuvo siempre la textura de los momentos alegres.